No tengo ninguna razón para hablar de la muerte, pero tampoco la tengo para no hacerlo, trato de hacer en cada momento lo que me pide el cuerpo, ahí reside para mi la verdadera felicidad. Esa sensación interior que según dicen los que estudian a los individuos y sus comportamientos, transforma nuestro espíritu y nuestra alma a un estadío de placebo y tranquilidad. Vivo circunstancialmente en la noble y preciosa villa de Portugalete un pueblo cercano a Bilbao. Tengo el placer de vivir muy cerca de un puente que es patrimonio de la humanidad. El famoso Puente de Portugalete. Este hierro enlaza la clase y el clasismo, es así hace mucho tiempo.
Cuando salgo a por el pan, a por el cupón de la suerte y a tomar mi cortado al bar de la esquina los días que lo hago, siempre paso por al lado de pequeños grupos que se paran a leer algo, pero nunca sentí curiosidad por saber que. Casi siempre eran personas de avanzada edad, otras, de muy avanzada. La semana pasada antes de tomar mi cortado sin darme cuenta me encontraba también como ellos leyendo. No podía imaginar que donde se paraba la vida, estaba la muerte. Las esquelas pegadas con celo en la fría pared de mármol que guardan un banco, eran devoradas por los presentes. Por ojos cansados y ciegos de seguir viviendo. Me quedé unos segundos para mirar las caras de esas arrugas, escuchar sus maneras de leer el nombre de los conocidos - ¡¡ si hombre el marido de la que tenia el estanco al lado de la autopista ¡¡ - Otros apenas depositaban sus miradas en la edad de los fallecidos fugazmente sin querer darse cuenta de que su quinta se va poco a poco marchando.
Me gusta ser observador, y me gusta observarme también frente a la esquina de la muerte contando los días por un instante. No la temo sin dolor, me aterraría con él. Sería injusto haber venido azotado y marcharte herido. Desde aquel día, el pan no sabe igual. El cupón lo compro en el bar del tanatorio donde espero a que enciendan el fuego del adiós y me siento mas joven.