Faltan apenas unas horas para que finalice el año 2008. Son las seis de la tarde. En Bilbao ya es de noche y está fresquita. Me asomo a la ventana y la calle es un desierto donde algunas hormigas se afanan para que todo sea como tiene que ser. Aunque casi nunca es. Llegados a este punto, en la TV ya hemos visto lo mejor y lo peor del año. Los programas nos han presentado sus refritos de los llamados “ momentos inolvidables “ del mismo. Ya nos han comunicado quien se tomará las famosas “ uvas de la suerte “ con nosotros. Como siempre, serán aquellos personajes que mas han destacado en audiencia o por sus extravagancias, o porque la gente en general le tiene cariño. La caja tonta nos ha preparado según nos cuentan “ lo mejor “ para que esta noche sea “ inolvidable “. Osea, son los mismos grupos las mismas canciones que a lo largo de todo el año nos han metido hasta en la sopa. Las mismas estupideces .Y todo en riguroso grabado. Una alegría enlatada no sabe más que a tristeza.Y en las casas los gritos y los zarpazos se siguen manifestando también esta noche a través de mordidas de labio mientras cortamos las verduras preparando el ágape de palacio o el del alberge. El que no llega. El que ya no está. El que quiere salir y el que esta en la cama desde las tres durmiendo la mona. Hoy se perdona todo hasta las doce. Después, a ritmo de salsa merengue o bacalao seguiremos alimentando la ira la indiferencia la hipocresía, otros trescientos sesentaincinco días. Pasa siempre. También en las horas del concierto de año nuevo.
Y aquí me tienen contemplando el espectáculo que ya conozco. Solitariamente tranquilo. Necesariamente dispuesto a seguir estándolo. Afortunadamente celebrando un día mas como otro cualquiera la esencia lo esencial. Sentirme libre. Sentirme yo por encima de todo.
Sinceramente, hoy no tenga nada que celebrar. El año se ha comportado como un bastardo. Ha sido cruel como el anterior y como el de mañana. Nos deja un horizonte en la penumbra en un paraje desolador. Por eso quiero que pase como el moribundo sin antídotos. Deseando que la muerte le arrebate por fin el dolor de soportar dolor.
Esta noche estaré solo pero no me sentiré así porque así es cada noche de mi vida desde hace más de diez años. Lo mejor, es que no estoy solo. Es decir – no me siento solo – que es bien distinto. Cuando les dices a los que te rodean, que cenaras solo. Contestan: ¿ Como solo ? ¿ En serio ?. Esta noche no es para estar solo. ¡¡ Que gilipollez ¡¡ . En cuantas mesas esta noche habrá gente angustiosamente sola. Desnuda de todo. Eso es mas triste. Sentirte solo rodeado de la multitud rodeado de tu sangre.
Pues así es. Estoy haciendo lo que cualquier dia. Lo que se me pone allí. Salvo que estoy recibiendo mensajes diseñados para la ocasión de gente conocida que durante el año, están mising. ¡¡ Que fuerte no ¡¡. No contesto a ninguno. No me llevo nada bien con la hipocresía.
Les diré algo personal aunque les importe un carajo. Es necesario que se lo cuente para al menos darle un origen con sentido a este escrito o post. Mi fiesta, mi verdadera fiesta es aquella en la que salgo o no y hago lo que me apetece. Sin condición ni calendario. Sin hora y sin mantel de Manila. Sin uvas de la suerte. Sin brindis. Solo con los deseos de encontrar un hueco en el rincón que surga en el camino y despertarme exhausto de sexo en brazos de una dama. Lo único que se impone es estar vivo. Respirar. Querer estar a tu manera. Exento de prejuicios. Ser honrado. Eso es el éxtasis, se lo aseguro
En mi vida solo hay una noche vieja que fue la más triste que recuerdo. Corría el año 1980 tenia veintitrés años menos, todavía vivía mi madre y su marido. Fui el único hijo de mi madre. Llevaba algunos años trabajando en la hostelería. Un bar cuyos dueños eran conocidos de mi familia. Dormía incluso en el domicilio de ellos. Allí me sentía como en casa. Salvo aquella noche vieja. Había cambiado hacia un mes de lugar de trabajo. Ya no tenia el cobijo familiar de mis jefes y la navidad este año sería distinta. Ahora vivía en una pensión en una habitación alquilada a dos calles de mi nuevo trabajo. Apenas conocía a la gente. Todos los clientes eran nuevos para mí. Esa navidad me sentí solo y además estaba solo. Llegó el último día del año. Cerramos el local mas pronto de lo habitual para que pudiéramos estar a la hora precisa en nuestras casas. Todos salvo yo, en este caso. Yo no tenia casa. No tenía amigos. Los conocidos estaban lejos de mí. Mi familia aún más.
Me dirigía a la pensión con una botella de champán y las pocas quisquillas que sobraron de la barra ese día. El jefe, en un acto de amor navideño me regalo “ la cena “ . La última cena del año. La calle estaba abarrota de gente que iba y venia. Besandose.Deseandose un feliz año. Algunos simplemente permanecían inmóviles atascados en su vaso y en su pena en los quicios de los portales. Sonaban villancicos a través de las ventanas mezclados con besugos y corderos macerándose en los hornos. Me fijaba en las caras en los instantes. En el aire bondadoso que se mezclaba con las luces navideñas. Escuchaba atento las estrofas y los saludos.
Al cerrar la puerta de mi habitación. Me senté. Mire a mí alrededor. La cama de noventa, chillona y blanda. La silla desnuda. El armario cojo y lleno de espinillas. El espejo de medio cuerpo. La mesilla refugiada entre las marcas de cigarros olvidados y el olor. Ese intenso olor a soledad. Esa soledad que tienen los sitios de paso. La soledad que impregnan en el ambiente los sin nada, los sin nadie. Sentado durante unos instantes me percate a través del reflejo de mi reloj en el espejo de medio cuerpo que eran cerca de las diez de la noche. Tenia que llamar a mi madre. Ella estaría preocupada por mi. Por como pasaría la nochevieja y con quien. Supongo que como cualquier madre. Yo mientras, intentaba pensar en algo que la convenciera de que todo iba bien. De que yo estaba acompañado y que esta noche seria una gran noche.
Marque el prefijo de León en el teléfono donde cada número tenía su sitio, su agujero. Estaba sentado en la cama con el casette a todo volumen. Cuando descolgaron, en el auricular sonó un - Dígame - era mi madre. Entonces comencé a transformarme. Mi voz era alegría pura, mientras le de decía que estaba en la casa de unos amigos y que estábamos de fiesta desde la tarde y a punto de sentarnos los veinticinco a cenar y comer las uvas. Que le llamaba ahora porque luego se colapsan las líneas. Nos deseamos mucha felicidad y nos dimos un beso imaginario a través de las ondas. Mi madre se creyó mi fiesta, mi nochevieja, mi farsa. A mi madre la sentí feliz.
Cuando colgué el teléfono, apagué la música. Me quedé agarrotado. Inmóvil. Una terrible sombra me abrazo. Era la tristeza. Al poco rato salio de mi pecho un grito desgarrador una respiración acentuada hizo que mi cuerpo temblara en cada esquina y un océano de lagrimas comenzaron a salir de mis ojos. Cuando desperté, estaba muerto. Me había ahogado pero ya era año nuevo.
Les diré algo personal aunque les importe un carajo. Es necesario que se lo cuente para al menos darle un origen con sentido a este escrito o post. Mi fiesta, mi verdadera fiesta es aquella en la que salgo o no y hago lo que me apetece. Sin condición ni calendario. Sin hora y sin mantel de Manila. Sin uvas de la suerte. Sin brindis. Solo con los deseos de encontrar un hueco en el rincón que surga en el camino y despertarme exhausto de sexo en brazos de una dama. Lo único que se impone es estar vivo. Respirar. Querer estar a tu manera. Exento de prejuicios. Ser honrado. Eso es el éxtasis, se lo aseguro
En mi vida solo hay una noche vieja que fue la más triste que recuerdo. Corría el año 1980 tenia veintitrés años menos, todavía vivía mi madre y su marido. Fui el único hijo de mi madre. Llevaba algunos años trabajando en la hostelería. Un bar cuyos dueños eran conocidos de mi familia. Dormía incluso en el domicilio de ellos. Allí me sentía como en casa. Salvo aquella noche vieja. Había cambiado hacia un mes de lugar de trabajo. Ya no tenia el cobijo familiar de mis jefes y la navidad este año sería distinta. Ahora vivía en una pensión en una habitación alquilada a dos calles de mi nuevo trabajo. Apenas conocía a la gente. Todos los clientes eran nuevos para mí. Esa navidad me sentí solo y además estaba solo. Llegó el último día del año. Cerramos el local mas pronto de lo habitual para que pudiéramos estar a la hora precisa en nuestras casas. Todos salvo yo, en este caso. Yo no tenia casa. No tenía amigos. Los conocidos estaban lejos de mí. Mi familia aún más.
Me dirigía a la pensión con una botella de champán y las pocas quisquillas que sobraron de la barra ese día. El jefe, en un acto de amor navideño me regalo “ la cena “ . La última cena del año. La calle estaba abarrota de gente que iba y venia. Besandose.Deseandose un feliz año. Algunos simplemente permanecían inmóviles atascados en su vaso y en su pena en los quicios de los portales. Sonaban villancicos a través de las ventanas mezclados con besugos y corderos macerándose en los hornos. Me fijaba en las caras en los instantes. En el aire bondadoso que se mezclaba con las luces navideñas. Escuchaba atento las estrofas y los saludos.
Al cerrar la puerta de mi habitación. Me senté. Mire a mí alrededor. La cama de noventa, chillona y blanda. La silla desnuda. El armario cojo y lleno de espinillas. El espejo de medio cuerpo. La mesilla refugiada entre las marcas de cigarros olvidados y el olor. Ese intenso olor a soledad. Esa soledad que tienen los sitios de paso. La soledad que impregnan en el ambiente los sin nada, los sin nadie. Sentado durante unos instantes me percate a través del reflejo de mi reloj en el espejo de medio cuerpo que eran cerca de las diez de la noche. Tenia que llamar a mi madre. Ella estaría preocupada por mi. Por como pasaría la nochevieja y con quien. Supongo que como cualquier madre. Yo mientras, intentaba pensar en algo que la convenciera de que todo iba bien. De que yo estaba acompañado y que esta noche seria una gran noche.
Marque el prefijo de León en el teléfono donde cada número tenía su sitio, su agujero. Estaba sentado en la cama con el casette a todo volumen. Cuando descolgaron, en el auricular sonó un - Dígame - era mi madre. Entonces comencé a transformarme. Mi voz era alegría pura, mientras le de decía que estaba en la casa de unos amigos y que estábamos de fiesta desde la tarde y a punto de sentarnos los veinticinco a cenar y comer las uvas. Que le llamaba ahora porque luego se colapsan las líneas. Nos deseamos mucha felicidad y nos dimos un beso imaginario a través de las ondas. Mi madre se creyó mi fiesta, mi nochevieja, mi farsa. A mi madre la sentí feliz.
Cuando colgué el teléfono, apagué la música. Me quedé agarrotado. Inmóvil. Una terrible sombra me abrazo. Era la tristeza. Al poco rato salio de mi pecho un grito desgarrador una respiración acentuada hizo que mi cuerpo temblara en cada esquina y un océano de lagrimas comenzaron a salir de mis ojos. Cuando desperté, estaba muerto. Me había ahogado pero ya era año nuevo.
