Verdades de Bolero


Hay verdades que sólo se atreven a decirlas los boleros. Leyendo esta mañana el periódico yo me acuerdo de ese bolero que dice: «No sabes qué terribles pueden ser / las gentes demasiado buenas». Las gentes demasiado buenas tienden a esgrimir su propio exceso de bondad como un arma arrojadiza, un catecismo implacable o un decreto de excomunión, porque siempre habrá gentes que no sean tan demasiado buenas como ellas, que no se ajusten a su idea inflexible del bien y del mal, de la decencia y de la rectitud, y que por lo tanto deberán ser excomulgadas o salvadas. Salvadas, si es preciso, contra su voluntad, reclutadas por obligación para el reino de los justos, en el que las personas demasiado buenas tienen siempre garantizado el ingreso, y donde con frecuencia ejercen, por implícita delegación divina, labores de portería y de vigilancia.

En Australia, dice hoy el periódico, las gentes demasiado buenas del Senado, presionadas por grupos de tan conocida bondad como las llamadas asociaciones provida, han logrado derogar una ley que aseguraba a los enfermos terminales el ejercicio al único derecho que les queda ya en este mundo, el simple derecho a terminar voluntariamente con un dolor insoportable que ya jamás se mitigará, y que convierte en infierno cada minuto y cada hora de cada uno de los días y noches que les dure aún la vida.

Las gentes demasiado buenas pueden ser terribles en su defensa de la vida, a condición de que sea la vida de un embrión humano, de un espermatozoide o de un enfermo terminal cuyo único deseo es morir. Una vez que el embrión se ha convertido en ser humano, incluso cuando alguno de esos seres humanos que en otro tiempo fueron embriones sagrados reciben una condena a muerte, en ese momento las asociaciones provida parece que no consideran que la vida humana sea tan sagrada.

En el mundo habría muchos menos niños condenados a la orfandad y a la miseria y algunas enfermedades no serían tan terribles ni se extenderían a un ritmo de epidemias antiguas si se aplicaran unas cuantas normas razonales de planificación familiar y de simple profilaxis, pero las gentes demasiado buenas, capitaneadas por el Vaticano, capital desde hace siglos de la bondad implacable, sostienen una guerra sorda, universal y eficaz contra la difusión del uso de los preservativos y el control de la natalidad.

En otra página, otro miembro de la cofradía de los demasiado buenos imparte doctrina con esa desenvoltura de quien se sabe en posesión de la bondad. Se trata de un fiscal, y los fiscales y los jueces ya se sabe que son, entre nosotros, los depositarios últimos de los mejores sentimientos, de las opiniones más equilibradas y las decisiones más rectas. No sabes qué terribles pueden ser las gentes demasiado buenas. El fiscal jefe de la Audiencia de Toledo considera una aberración que las parejas de homosexuales quieran adoptar niños, y no porque él tenga nada en contra de los homosexuales (nacen así, asegura, salvo en los casos en que sucumben ya de adultos a inclinaciones perversas), sino porque esos niños, cuando crezcan, no podrán adaptarse a la vida normal, viendo que sus dos padres son varones, y varones además con barba, subraya el fiscal, que según parece atribuye a ese rasgo capilar una importancia decisiva en los traumas potenciales del niño.

Ni dejan morir al que quiere morirse porque ya le están negados todos los dones de la vida ni dejan vivir plenamente a quien sólo aspira a vivir en libertad los dones del amor, uno de los cuales es sin duda el de la paternidad o la maternidad, que puede manifestarse en un hijo concebido por un hombre con la mujer a la que ama, pero que tiene muchos más rostros, más posibilidades de ternura. Las gentes demasiado buenas consideran que la única paternidad indiscutible es la biológica. A nadie, que yo sepa, ni a los peores canallas, se le niega el derecho a traer hijos al mundo, pero si alguien, hombre o mujer, aspira a adoptar un niño, todo se vuelve una confabulación de gentes terriblemente buenas empeñadas en entorpecer ese deseo, una trama de funcionarios que exigen papeles minuciosos, de psicólogos que interrogan y escrutan, que someten la vida de quienes sólo quieren ejercer el derecho a la bondad a una invasora inquisición de evaluaciones e informes. Mientras tanto, a todo lo largo del mundo, lo mismo en los suburbios de Madrid que en los de Bangkok o en los de Río de Janeiro, padres y madres investidos por todos los derechos y las legitimidades de la sangre abandonan a sus hijos, los torturan, los maltratan, los asfixian o los mutilan si nacen niñas, los someten a las peores vejaciones de la prostitución y del trabajo esclavo.

Mientras ninguno de esos niños corra el peligro de ser adoptado por una pareja de homosexuales, las gentes demasiado buenas, y con ellas el fiscal jefe de la Audiencia de Toledo, no se sentirán obligadas a ejercer su bondad implacable. El padre biológico y heterosexual puede ser uno de esos padres tiránicos que envenenan de miedo la infancia de sus hijos, o un padre frío y ajeno que no les dé nunca una muestra de ternura, pero ese escándalo secreto de la ausencia del amor parece que interesa tan poco a las gentes demasiado buenas como el dolor intolerable de un enfermo atado a la vida y a la cama del hospital como a una maquinaria de tortura.

Niegan así, con su bondad sin misericordia, dos de los mejores paraísos que se pueden disfrutar en la vida: el del amor compartido hacia un hijo, el del sentimiento de felicidad y protección que da a un niño la presencia de dos adultos a los que ve quererse, haya nacido o no de ellos. Cada vez va uno reduciendo más sus creencias a unas cuantas verdades de bolero. Aun a riesgo de despertar la ira de las gentes demasiado buenas, no creo que tenga menos posibilidades de felicidad en esta vida el hijo adoptivo de una pareja de hombres o de mujeres que el nacido como Dios manda del matrimonio eclesiástico del fiscal jefe de una Audiencia.

Via: Muñoz Molina
El País - 26 marzo 1997.

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